Prostitutas curtidas sin clientela deambulan por la ciudad. Una de ellas, de 60 años, comenzó a los 14 en el oficio y ahora se dedica a defender a las de su gremio y ofrece alternativas para emplearse.
Un grupo de prostitutas de edad avanzada aún ofrece sus servicios en el Centro de la Ciudad de México, cerca de Palacio Nacional, pero cada vez hay menos clientes. Hay días en que nada. Ni siquiera para comer. Aun así deambulan como autómatas.
—Dicen que por allá estaban regalando comida —explica una de ellas a su amiga Maclovia, quien la saluda en la calle de Academia.
—¿Dónde?
—Por allá.
Y Maclovia no ve nada.
La mujer insiste.
—Mire —la interrumpe Maclovia y presenta a la mujer de piel cobriza—, ella es una de las compañeras que trabaja en esta zona. Pregúntele cómo le va.
—¿Y qué tal la chamba?
—Ya ni saco para el pasaje. Andamos camine y camine y no hay nada. Ni un cliente. No me he persignado.
La respuesta proviene de una mujer cuyas piernas zambas no dejan de moverse, al mismo tiempo que clava la mirada en alguna parte que sólo ella lograr observar. Trae el rimel derretido en sus ojeras, sobre cuyos bordes deslizó la punta roma de un lápiz negro. La mujer insiste en dirigir su índice, quizá hacia un punto concreto, entre el montón de consumidores que a brincos avanza sobre la banqueta. Le interesa mostrar la zona donde supuestamente reparten comida.
Pero se le interrumpe.
—¿A qué edad empezó?
—A los 14 años y acabo de cumplir 41; tengo cuatro niños, pero ni siquiera sale para el pasaje.
La patizamba cruza palabras con Maclovia, quien también practica de vez en cuando el oficio y realiza labor social entre sus compañeras.
Es Maclovia la guerrera, así autodenominada. Cuando era joven fue contratada en Cuautla, Morelos, pero fue plagiada por explotadores sexuales. Un cliente la ayudó a escapar.
***
Un día de 1961, cuando frisaba los 11 años, Maclovia decidió salir de su casa, en Puebla, y partió hacia el Distrito Federal. Llegó a una terminal de autobuses, cerca de Anillo de Circunvalación y próxima a Palacio Nacional. A los 14, las circunstancias la empujaron a prostituirse.
Con los recuerdos a cuestas, 48 años después, se detiene en la calle de Academia y alza la mirada en el tramo donde estaba el hotelucho donde se hospedó, allá por los 70, y trata de reprimir el llanto, pero le brotan lágrimas que resbalan por sus mejillas apergaminadas, pues recuerda las batidas en su contra.
Y guarda silencio.
Exhala hondo.
Ríe y trata de taparse la boca para ocultar su dentadura, pero no logra tapar a tiempo la ausencia de dos dientes, que simulan dos ventanitas; luego, desesperada, busca una servilleta para limpiarse.
Los recuerdos retroceden. Pasaron los años. Maclovia ya no quería prostituirse. En los 80 viajó a Tijuana, Baja California, y trabajó como fotógrafa ambulante en cafés, iglesias, parques y otros lugares. La acogió una ciudad generosa. Lideró un grupo de colonos. Fundó una zona habitacional y ayudó a construir una escuela primaria en la colonia Camino Verde.
Vendió chicles. Ganaba 50 dólares por día. En 1988 regresó de vacaciones al DF y encontró a su amiga Ángela, quien le dijo: “Fíjate que las razias continúan contra las prostitutas”.
Maclovia sufrió persecuciones y estaba convencida de que los gobiernos priistas continuaban en esa dirección. “No puedo regresar”, le dijo a su amiga, quien le dio el domicilio y el número telefónico de una asociación, Humanos del Mundo contra el Sida.
Y volvió al DF.
Pero se percató de que los directivos de esa asociación pedían un peso a cada sexoservidora. Maclovia hizo cuentas. Eran dos mil. Dos mil pesos cada día. Y ella propuso independizarse, pues las razias seguían, y de lo que se trataba, dijo, era el detener la represión, por lo que buscaron ayuda en la delegación Cuauhtémoc, pero no las atendieron.
En 1989 formaron ocho grupos, integrados por 300 mujeres, y Maclovia las asesoró. En ese tiempo ella no ejercía la prostitución y tenía tiempo para movilizarse. Pidió asesoría en la delegación Cuauhtémoc. Un funcionario, Miguel Ángel Alanís, les ofreció ayuda y soltó una frase: “Prostitución con capacitación”.
Las sexoservidoras hablaron con Maclovia y ésta propuso una votación. El resultado: de las 300, 200 dijeron que sí. La mayoría trabajaba en las calles de Corregidora, San Antonio Tomatlán, Mixcalco y Soledad. Para la capacitación utilizaron las instalaciones del Centro Comunitario Abelardo L. Rodríguez. Las clases eran martes y jueves. Pagaban siete pesos por día.
Los cursos incluían clases de cultora de belleza, auxiliar de enfermería, macramé, corte y confección y tejido. Las clases terminaron en 1996. Algunas dejaron el sexoservicio y pusieron su propio negocio. Las razias seguían. Ese año surgió otra asociación que, comenta Maclovia, las dividió. En 2007, relata, le pidieron asesoría algunas de sus compañeras.
Eran entre 20 y 30 mujeres.
—Fíjate Maclovia que ya no gano nada —le dijo una de ellas, que era la voz cantante de unas 30—, ni siquiera saco para el camión.
Y Maclovia visitó a una funcionaria, Juana Vera Patiño, de Participación Ciudadana del GDF, y le planteó la cuestión. Cuatro meses después las incluyeron en un programa de ayuda a desempleados.
Varias reciben capacitación y una ayuda de mil 614 pesos mensuales. Maclovia no asiste a los cursos. Sí, en cambio, su hija María del Carmen, quien no es sexoservidora, pero sí subempleada y madre soltera. Tiene un hijo autista.
***
Y aquí anda Maclovia Lucero Ambrosio, de apariencia frágil, pero curtida por los ramalazos.
—¿Y de qué vive?
—Sigo en el sexoservicio y en la lucha. El objetivo más grande es que nuestros gobiernos se den cuenta que en este oficio está la extrema pobreza de la mujer, porque aquí hay quienes no conocen ni la “o” por lo redondo; y se den cuenta que también somos seres humanos, y que la sexoservidora procrea, sueña y enseña al hombre para servir mejor a su país. ¿Y sabe qué? No olvide que Maclovia es guerrera.
Y vuelve a sonreír.
Por segunda vez.
Humberto Ríos Navarrete